He dejado atrás amigos y seres queridos. He vendido todo cuanto poseo. Cruzado por finos puentes de cuerda sobre infinitos abismos y rodeado volcanes en erupción. He atravesado yermas llanuras tras cruentas batallas. He tenido que huir de horribles seres en la oscuridad de asfixiantes selvas.
He descubierto la belleza en las ciudades de los elfos y la grandeza en las minas de los enanos. Compartí mi fuego con criaturas de los bosques e intercambié historias con media docena de juglares.
He blandido mi espada con valor, invocado a la magia en momentos de necesidad y la suela de mis botas apenas parece pergamino ya.
Pero ya estoy aquí. Tras meses de travesía me encuentro en la legendaria ciudad perdida. Entre el verde del bosque el reflejo del sol desvela dónde se encuetran los cristalinos edificios. Agujas de cristal que se alzan entre las majestuosas copas de los árboles.
El interior del templo está completamente iluminado por los rayos solares que crean hermosos dibujos al atravesar las paredes. Gran parte de los haces de luz se concentran en el centro, en una gran pila de piedra negra.
Por fin he llegado.
Cuenta la leyenda que quien se asome y miré su reflejo en el agua encontrará el sentido de su vida. Muchos son los que han llegado hasta aquí y se han marchado sin atreverse a mirar. Abundantes son también aquellos que tras mirar han sucumbido a la locura...
Me acerco sereno y me asomo sobre la superficie del líquido elemento. Pronuncio las antiguas palabras y toco con la yema de mi dedo la superficie. Una extraña sensación sube por mi brazo y oprime mi corazón con fuerza. Se acelera. Me cuesta respirar. Cesa. Cuando las ondas dejan de perturbar la cristalina superficie mi reflejo ya no está. Miento. Si está, pero ha cambiado.
Ahora mi reflejo se encuentra en el interior de dos ojos marrones. Dos ojos tan profundos como el mar y tan brillantes como el polvo de hada. ¿Acaso veo unos ligeros matices de verde?
Y asombrado descubro que estoy sonriendo
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