Primera incursión en la técnica del binomio fantástico. Esta vez: reloj-dragón.
El titilar de las múltiples velas arrancaba una miriada de reflejos de las diminutas escamas plateadas, cada una de ellas trabajada con mimo y esmero por el relojero. Cientos de relojes dialogaban en su propio idioma, en las paredes y estanterías. Las gruesas gafas, tras las cuales sus ojos parecen abiertos en un eterno gesto de sorpresa, resbalan por su bulbosa nariz mientras con el pulso firme que su profesión requiere da los últimos retoques. Un clic por aquí, una correa suelta por allá. Dos vueltas más de tuerca y... el anciano se separa del objeto, lo mira de lejos. Rodea la mesa y agarra una de las alas. Juguetea con ella, plegando y desplegando la estructura, el cuero ajusta perfectamente al armazón. Gira sobre si mismo y con andares pausados, como si sopesase cada paso antes de darlo, sabedor de a donde le conducen, se dirige a un cajón del cual saca una cajita. La abre con la llave que lleva colgada al cuello y saca las dos pequeñas piedras. Un rubí y una esmeralda. Volviendo a la mesa, engarza cada una de ellas en una de las cuencas vacías.
-Que el fuego guíe tu carácter; sé vivaz, alegre, juguetón, e implacable. Que la vida sea tu meta; aprende de ella, protégela cuando sea necesario y sobre todo, disfrútala cuanto puedas.
Tras decir esto desengancha la pinza de su reloj del bolsillo del chaleco. Le echa el aliento y le saca brillo con la manga. Se detiene a mirar el dibujo que hizo grabar sobre la tapa aquella que se lo regaló: Yggdrasil, el árbol de los mundos, que conectaba todos los planos de existencia. Y debajo dos palabras: fantasía y realidad. Suelta la cadena y con cuidado desprende la tapa trasera, dejando al descubierto el mecanismo en marcha. Un sinnúmero de ruedas dentadas que bailan al son del tiempo, hacia un futuro que sólo ellas conocen y del que nada dicen. Lo deposita con reverencia sobre la mesa y coge un alfiler. Deja caer una gota de sangre de su índice sobre el mecanismo y engancha el reloj en el hueco que le corresponde, el pecho de su creación.
-Esta noche, nuestro sueño se hará realidad. Tú serás nuestro Yggdrasil, el puente entre los dos mundos en los que siempre nos hemos movido. Con tu cuerpo metálico y tus engranajes eres un ser material, a merced de las leyes físicas de este mundo. Eres real. Tu forma de dragón, mi sangre transmitiéndote mi fe y el espíritu del fuego y la vida en tu interior te confieren el estatus de mito, a merced de la imaginación de aquellos que osan volar con su mente. Eres Fantasía. Vive pues y haz todo aquello que nosotros no pudimos. Yo ahora parto a buscarla, necesito reunirme con ella. Encuentra tu propio camino.
Encorvado, sintiendo de repente el peso de todos los año que ha pasado en este último proyecto, apaga las velas, cada soplido le cuesta más que el anterior. Tras apagar la penúltima y casi sin respiración abandona la habitación. Una leve sonrisa se deja entrever en sus facciones. Baja las escaleras y sube al coche de caballos que le está esperando. De repente, todos a uno, los relojes enmudecen y un golpe de viento abre la ventana del taller apagando así la única vela encendida. Sólo se oye el viento y si se presta atención el leve tic tac del pecho del dragón, cuyos ojos se iluminan con una tenue luz. Vacilante da sus primeros pasos a lo desconocido.
lunes, 6 de junio de 2011
domingo, 20 de febrero de 2011
Los Nïnda
Cuando cierras los ojos y la luna te arropa con sus rayos es cuando juguetones entran a través del cristal de tu ventana. Mira cómo éste avanza subido a una gran pelota de alegres colores mientras aquel otro camina apoyando únicamente sus patas delanteras. Analizan tu habitación con movimientos espasmódicos de sus camaleónicos ojos y mientras suspiras perdido en algún sueño privado otro que no habíamos visto aún se acerca a tu cabeza volando erráticamente, sostenido por sus alas de libélula… Poco a poco el bamboleante tropel se dirige hacia ti, lenguas prénsiles colgando por la comisura de la boca, mandíbulas desencajadas, alegres saltos, contorsiones y piruetas. Son los Nïnda, los tratantes de sueños. Bailan en torno a tu cabeza, juguetean por tu almohada y poco a poco, tomando un poco de aquí y otro de allá cogen aquello que han venido a buscar, retazos de tus sueños. Después y con una sonrisa bobalicona se dirigirán a otro durmiente, donde mezclarán tus sueños con los suyos. Y así, toda la noche se divertirán mezclando las vidas de aquellos que duermen ajenos a sus fechorías. Mas no todo son trastadas, pues si duermes aferrado a algún objeto importante, si crees con fuerza, los Nïndas se verán influenciados por él; de este modo los niños que duermen junto a sus ositos de peluche nunca reciben pesadillas de manos de los Nïnda, a la vez que los enamorados que no se separen de algún objeto regalado por su pareja se encontrarán a veces, pues los Nïnda no son seres muy despiertos, con su ser amado en el mundo de Oniro.
viernes, 28 de enero de 2011
"Asesinos de libros" de A. Pérez Reverte
Ver matar a un hombre, escucharlos gritos de una mujer violada o ver cómo arde una biblioteca son tres experiencias dudosamente recomendables. De todas ellas ostento el dudoso honor de haber sido testigo. Mencionadas aquí, en frío, tan bárbaras actividades parecen propias, en exclusiva de escenarios brutales y distantes. Ya saben, tipos barbudos y sanguinarios. Y, sin embargo, todas pertenecen a la historia de la Humanidad hasta el punto de que a menudo se dan juntas en el mismo tiempo y lugar, a modo de manifestaciones de un horror idéntico y común: el que late en la condición humana.
Dejaré el tiro de la nuca y las mujeres que gritan para otra ocasión. A fin de cuentas, los libros que arden son síntoma de lo mismo, y arrancan del impulso infame que pinta la angustia indeleble en los ojos de una mujer o siembra los maizales de hombres con la garganta abierta y las manos atadas a la espalda. Todo es el mismo horro. Todo es la misma guerra.
Hace unos meses vi arder una biblioteca. Ardió durante toda una noche y una mañana, con los papeles y libros como pavesas, volando entre las paredes en llamas en todas direcciones, cayendo sobre la ciudad convertidos en cenizas. La ciudad se llama – todavía – Sarajevo.
Para nuestra vergüenza, los siglos de la Humanidad están oscurecidos – valga el dudoso retruécano – por llamas de bibliotecas que arden: Alejandría, Constantinopla, Córdoba, Cluny, Heidelberg, Zaragoza, Estrasburgo. Uno conocía todo eso por las lecturas, por la historia. Muchas veces había imaginado a los soldados con antorchas, las llamas iluminando los estantes, las piras de libros arriendas. Pero jamás, hasta Sarajevo, pude imaginar qué impotencia, quédesolación puede sentir un ser humano ante el espectáculo de la destrucción de la memoria de su raza. Destrucción siempre absurda, infame. Irracional.
Tengo la imagen grabada, imborrable. Esta vez no fueron soldados con antorchas, sino modernos prodigios de la tecnología. Artefactos diseñados por los ingenieros competentes, de esos que tras delinear planos y bocetos se van a casa donde les espera su Maripuri con la cena, satisfechos por haberse ganado el jornal. Aquella noche, en Sarajevo, los cañones no apuntaban a la carne humana sino a la materia que conforma su alma y su inteligencia. Ya durante la anterior campaña de Croacia – ¿recuerdan una ciudad llamada Vukovar? – pude comprobar que el conflicto de los Balcanes las primeras bombas serbias siempre eran para la iglesia, los archivos, el museo de turno. Y Sarajevo no podía ser la excepción.
Manual de instrucciones de uso: primero, desde las colinas cercanas, cañonéense los tejados de la biblioteca. Mejor si es un edificio magnífico, triangular, con atrio en forma de octógono rodeado de columnas de mármol. Después, mientras el fuego prende en lso cientos de miles de libros, en las colecciones enteras de publicaciones, manuscritos y ediciones únicas, dispárese con morteros y francotiradores contra los equipos de rescate. Después déjese quemar en su propio fuego hasta que todo arda. Como ven, está tirado de puro fácil. Al alcance de cualquier hijo de puta.
Equipos de rescate. Eso suena organizado, eficiente. En realidad eran los vecinos del viejo Sarajevo, los infelices muertos de hambre, flacos y agotados, que salían de sus casas, desafiando el fuego, intentando salbar los restos de su biblioteca… Corrían bajo las balas y las bombas, entrando en el edificio y saliendo con manuscritos y libros en brazos. Los filmamos llorando sobre las páginas hechas cenizas, inútiles y patéticos en su esfuerzo. No había agua con que apagar las llamas. Y todo ardió hasta los cimientos. Como ardió también el Instituto Oriental, con mil años de trabajo caligráfico reunidos desde Samarcanda hasta Córdoba, desde el Cairo hasta Sarajevo. Ediciones únicas de incalculable valor. El esfuerzo, la vida de miles de hombres que dejaron en ellos sus pestañas, su inteligencia, sus sueños. Todo fue borrado en una sola noche, y ya no existe. Ya nadie podrá volver a leerlo nunca. Jamás.
Déjenme contarles un secreto. Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente, siendo sustituido por una laguna oscura, por una mancha de sombra que acrecienta la noche que, desde hace siglos, el hombre se esfuerza por mantener a raya. Cuando un libro arde mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contendido y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre. Lo que a veces es incluso más grave, más ruin que asesinar el cuerpo.
Hay homicidios conscientes, voluntarios, ejecutados con plena conciencia. Crímenes que pueden resultar, tal vez, explicables o discutibles en un momento de pasión, de ignorancia, de ira, de patriotismo, de odio, de celos, de utopía. Pero rara vez la muerte de un libro, la destrucción de una biblioteca, puede beneficiarse de atenuante o explicación alguna. Por el contrario, éste suele ser un acto voluntario, consciente y cruel, cargado de simbolismo y maldad. Ningún asesinato de libros es casual. Ningún asesino de libros es inocente.
Extraído de : PÉREZ-REVERTE, Arturo. Patente de corso (1993-1998). Madrid: Suma de letras, 2001. Pág 50-53
Dejaré el tiro de la nuca y las mujeres que gritan para otra ocasión. A fin de cuentas, los libros que arden son síntoma de lo mismo, y arrancan del impulso infame que pinta la angustia indeleble en los ojos de una mujer o siembra los maizales de hombres con la garganta abierta y las manos atadas a la espalda. Todo es el mismo horro. Todo es la misma guerra.
Hace unos meses vi arder una biblioteca. Ardió durante toda una noche y una mañana, con los papeles y libros como pavesas, volando entre las paredes en llamas en todas direcciones, cayendo sobre la ciudad convertidos en cenizas. La ciudad se llama – todavía – Sarajevo.
Para nuestra vergüenza, los siglos de la Humanidad están oscurecidos – valga el dudoso retruécano – por llamas de bibliotecas que arden: Alejandría, Constantinopla, Córdoba, Cluny, Heidelberg, Zaragoza, Estrasburgo. Uno conocía todo eso por las lecturas, por la historia. Muchas veces había imaginado a los soldados con antorchas, las llamas iluminando los estantes, las piras de libros arriendas. Pero jamás, hasta Sarajevo, pude imaginar qué impotencia, quédesolación puede sentir un ser humano ante el espectáculo de la destrucción de la memoria de su raza. Destrucción siempre absurda, infame. Irracional.
Tengo la imagen grabada, imborrable. Esta vez no fueron soldados con antorchas, sino modernos prodigios de la tecnología. Artefactos diseñados por los ingenieros competentes, de esos que tras delinear planos y bocetos se van a casa donde les espera su Maripuri con la cena, satisfechos por haberse ganado el jornal. Aquella noche, en Sarajevo, los cañones no apuntaban a la carne humana sino a la materia que conforma su alma y su inteligencia. Ya durante la anterior campaña de Croacia – ¿recuerdan una ciudad llamada Vukovar? – pude comprobar que el conflicto de los Balcanes las primeras bombas serbias siempre eran para la iglesia, los archivos, el museo de turno. Y Sarajevo no podía ser la excepción.
Manual de instrucciones de uso: primero, desde las colinas cercanas, cañonéense los tejados de la biblioteca. Mejor si es un edificio magnífico, triangular, con atrio en forma de octógono rodeado de columnas de mármol. Después, mientras el fuego prende en lso cientos de miles de libros, en las colecciones enteras de publicaciones, manuscritos y ediciones únicas, dispárese con morteros y francotiradores contra los equipos de rescate. Después déjese quemar en su propio fuego hasta que todo arda. Como ven, está tirado de puro fácil. Al alcance de cualquier hijo de puta.
Equipos de rescate. Eso suena organizado, eficiente. En realidad eran los vecinos del viejo Sarajevo, los infelices muertos de hambre, flacos y agotados, que salían de sus casas, desafiando el fuego, intentando salbar los restos de su biblioteca… Corrían bajo las balas y las bombas, entrando en el edificio y saliendo con manuscritos y libros en brazos. Los filmamos llorando sobre las páginas hechas cenizas, inútiles y patéticos en su esfuerzo. No había agua con que apagar las llamas. Y todo ardió hasta los cimientos. Como ardió también el Instituto Oriental, con mil años de trabajo caligráfico reunidos desde Samarcanda hasta Córdoba, desde el Cairo hasta Sarajevo. Ediciones únicas de incalculable valor. El esfuerzo, la vida de miles de hombres que dejaron en ellos sus pestañas, su inteligencia, sus sueños. Todo fue borrado en una sola noche, y ya no existe. Ya nadie podrá volver a leerlo nunca. Jamás.
Déjenme contarles un secreto. Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente, siendo sustituido por una laguna oscura, por una mancha de sombra que acrecienta la noche que, desde hace siglos, el hombre se esfuerza por mantener a raya. Cuando un libro arde mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contendido y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre. Lo que a veces es incluso más grave, más ruin que asesinar el cuerpo.
Hay homicidios conscientes, voluntarios, ejecutados con plena conciencia. Crímenes que pueden resultar, tal vez, explicables o discutibles en un momento de pasión, de ignorancia, de ira, de patriotismo, de odio, de celos, de utopía. Pero rara vez la muerte de un libro, la destrucción de una biblioteca, puede beneficiarse de atenuante o explicación alguna. Por el contrario, éste suele ser un acto voluntario, consciente y cruel, cargado de simbolismo y maldad. Ningún asesinato de libros es casual. Ningún asesino de libros es inocente.
Extraído de : PÉREZ-REVERTE, Arturo. Patente de corso (1993-1998). Madrid: Suma de letras, 2001. Pág 50-53
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